EL MACHO, EL SUPERHOMBRE,
EL HOMBRE Y LA MARIQUITA

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EL MACHO, EL SUPERHOMBRE,
EL HOMBRE Y LA MARIQUITA

Mario Alberto Carrera

Cuando Juan nació (corriendo el tiempo le llamarían don Juan) lo vistieron, como a todos los niños, de celeste, y su madre trató que la habitación del infante también tuviera decoraciones y detalles del mismo color. Cuando salió del vientre materno nadie preguntó: ¿ve? ¿está completo? ¿de qué color es su piel?, sino: ¿varón o hembra? y la respuesta fue: ¡hombre!, ha tenido un varoncito, señora, y es fuerte y vigoroso. Si hubiera nacido mujer, los adjetivos habrían sido: es linda, delicada, suave como las rosas (perdón del lugar común).

El futuro don Juan Palacios (que no Tenorio, tampoco hay que adelantar juicios) no se pudo dar cuenta, a escasos segundos de haber nacido, de haber venido a este mundo tan inundado de moralina, lo que a lo largo de su vida iba a representar aquella solemne frase: ¡es un varón! Porque no hay nada que cueste más sobre la Tierra que llegar a serlo satisfactoriamente, tanto en el interior del propio macho, como en el exterior, es decir, en la sociedad que siempre mira la paja en el ojo del vecino y nunca la tranca en el propio...

Juan, como todos los varones, iba a cargar durante su vida con los siguientes lastres: permaneció nueve meses en el vientre de una mujer, fue amamantado durante un año en los pechos de una mujer, fue educado --en lo esencial-- durante cinco o diez años por una mujer, y finalmente se casaría con una mujer. Si hubiese sido "hembrita", como se suele decir, los tres primeros hechos abonarían su feminidad. Pero no siéndolo, toda la vida tendría que pasar luchando contra esa fémina que en él se internalizó en el vientre, los senos y la educación de su amantísima madre. Amén de la teoría de Jung, que nos dice que el ánima es un fragmento de mujer en el interior de todo varón. De la química y la biología que nos informan que todo macho tiene también hormonas femeninas y que, para terminar de hacer más conflictivo el cuadro, hoy la ingeniería genética nos ha demostrado que el hombre lo es porque en él hay un cromosoma X (femenino) donado por su madre y un cromosoma Y (masculino) donado por su padre. En tanto que las mujeres son XX, es decir, para ser contundente, doblemente mujeres. Todo esto lo ignoraba el pobre Juan Palacios en el momento ritual en que el doctor del Pozo dijo: ¡es un varón, señora! En el largo trayecto de su existencia (Juan Palacios, que no sabía mucho de todas esas cosas), pero conducido por las mareas sociales, que lo empujan a uno con la fuerza de su imbecilidad mítica, ciega y pervertida, tuvo que ir realizando transformaciones, protestando renuncias y asumiendo papeles que, con su dictadura, ensombrecieron su vida, y que él iba cumpliendo, más que todo, por un gran miedo, el gran miedo que domina la andadura de todos los hombres: la feminización, el afeminamiento, la suavidad, la dulzura, la ternura, el llanto (los hombres no lloran, como reza el tópico), la pasividad, el amaneramiento, la delicadez y, por sobre todas las cosas, los gestos, las nalgas saltarinas y la calidad de lirio de los balletistas.

Juan Palacios, a los cuatro o cinco años, ya estaba accediendo a la rudeza que hace a los verdaderos hombres: comenzó a recibir clases de karate, a montar caballo como John Wayne o como el señor del anuncio de Marlboro, a no llorar jamás (porque su padre se moría cada vez que soltaba el llanto como una mariquita), a dar la mano con fortaleza, a evitar el contacto y las muestras de cariño excesivas hacia otros niños y a su padre, a reír sonoramente, a hablar utilizando palabrotas (a los diez años decía quince veces puta, en una oración de doce palabras) y, desde luego, a fumar y con el tiempo a beber como un cosaco. El pelo, casi rapado, y las nalgas agarrotadas y tensas para que nadie lo confundiese, Dios guarde, con un Nijinsky.

Pese a todo lo anterior y pese también a que este entrenamiento y conductas se fueron tornando más y más severos conforme los años pasaron, Juan Palacios sentía en su interior dulzura, ternura, le atraían los muchachos de su mismo sexo (de lo contrario, todo Jung, Adler y Freud se vendrían al suelo) y, sobre todo, experimentaba unas ganas inmensas de llorar ante diversas cosas de la vida. Pero todo esto se lo tenía que aguantar. Tenía que matar a la madre dentro de él, a la mujer dentro de él, a la feminidad dentro de él. Por supuesto que nunca lo logró, porque es imposible. La identidad del hombre es, genéticamente, XY. Sólo las mujeres gozan del privilegio de serlo doblemente, son XX...

Nunca lo logró y, es más, cuando leyó la novela póstuma (más bien autobiografía) *El Jardín del Edén*, de Hemingway, en la que este supermacho (alcohol, mujeres, cacería y pesca) confiesa que en su mente -desde la infancia- hay una confusión de identidades; y luego la novela de otro superbestia-machazo -Norman Mailer- titulada *Los hombres duros no bailan* (por el estilo de la de Hemingway), el mundo comenzó a derrumbársele. Quería decir que a todos los hombres nos cuesta espantosamente mantener la falsa coraza de la hombría, a ultranza, esa máscara fiera (hostil-amable del poderoso hombre de negocios o de Estado), que busca pero desprecia a las mujeres por suaves, lloronas y tontas, y no sólo a él, Juan Palacios.

Desde luego, en la ciudad, más bien aldea inmutable en que vivía, todos son supermachos y ninguno, jamás, se ha sentido atraído por otro hombre, en el sentido que sea. ¡Faltaba más! A ellos, sólo las mujeres, para montarlas rápidamente y luego irse de tragos con los amiguetes. Y esto lo sostienen a morir, más que ningún sector, los militares y los ex guerrilleros.

¿Cómo podría ser de otra manera, si ellos se comen las gallinas crudas y aplastan muchachitos contra las paredes? Juan Palacios sentía, a veces, que acaso la décima parte de su ser estaba conformada por los femeninos lastres de que hablamos arriba. Y ello le producía unos ataques de pánico deconstructivos. Que una o dos veces al día una voz de mujer hablaba a ratos en su corazón, a ratos en sus genitales. Y Juan Palacios comenzó a pensar en el suicidio, porque había que matar, de algún modo, a esa maldita hembra que, cual otra personalidad, se mezclaba con sus deseos de hombre. El que se suicida quiere matar la parte que de él le desagrada, ante su imagen ideal.

Su imagen ideal (no su imagen real) exigía que fuera macho, superhombre, hombre. Pero rasgos de mariquita, ¡jamás! Ni llorar, ni ser suave y tierno, ni conmoverse. Al contrario, duro e inconmovible como el acero.

Tomó la escuadra, la montó, puso el cañón dentro de su boca y disparó.

Y en ese instante, lo mejor de Juan Palacios voló hacia el Ganges: un fragmento de mujer que lo hizo ser amado por todas las hembras que había poseído en su vida. Él había creído que lo querían por supermacho. Lo quisieron porque, luego de penetrar, podía cubrirlas con una suave y aterciopelada piel como un durazno de ternura.

 


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