ANGUSTIADO POR LOS CAMBIOS

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ANGUSTIADO POR LOS CAMBIOS

 

Por Mary Kay Blakely
Traducción: María Laura Ramos

En la crisis de la mediana edad, los hombres no necesitan una madre postiza ni una esposa analista, sino simplemente una mujer que los acompañe a sobrellevar los cambios que ellos logran por sí solos.
Ni más ni menos.

Cuando la llamé el domingo por la noche, mi amiga me contó que ella y su marido habían pactado una tregua, por llamarla de algún modo. Estaban disfrutando las últimas horas de un silencioso fin de semana compartido... ella en el dormitorio y él en la sala. Excepto por las obligadas frases de cortesía, no se habían dirigido la palabra en todo ese tiempo, lo que significaba un progreso para una mujer que de veras ansiaba aliviar la angustia del hombre que amaba. Con su vieja costumbre de ofrecer a todos un cariños ilimitado, a ella le resultaba harto difícil controlar el impulso de consolarlo o de animarlo en los días más conflictivos de su crisis de mediana edad. Sentía la necesidad de darle un consejo cada quince minutos.

Hacía ya varias horas que estaba sentado a la computadora, arremetiendo contra las teclas en un intento por atacar su ansiedad: quizás trabajaba en el informe que debía entregar a fin de mes; quizás escribía su diario íntimo, como le había sugerido el analista. Con la preocupación a cuestas, ella había atravesado la sala y se había instalado junto a él para leer una y otra vez las frases de una novela que yo les había recomendado, Henderson, el rey de la lluvia (el cómico pero desgarrador relato de Saul Bellow acerca de la crisis que todo cincuentón debe enfrentar tarde o temprano): "Si la gente se desmorona frente a ti, no deberías intentar reconstruirla. Deberías dejar que ellos mismos recompongan sus fragmentos".

El término genérico "crisis de mediana edad" resulta demasiado suave y pulcro para describir el sufrimiento visceral del que mi amiga era testigo. En realidad, se trata de una prueba que un hombre cuidadoso puede eludir o superar, cuando nadie está exento de verse involucrado en la lucha encarnizada por la posesión de su alma. Aunque el héroe de Bellow gozaba de dinero y amor, y de todo lo que un hombre de mediana edad podría desear, sus primeros cincuenta años lo habían sorprendido con una congoja ingobernable en su corazón, "una voz que surgía desde allí y le decía ¡quiero, quiero, quiero!"

Este mismo anhelo anónimo se había apoderado del marido de mi amiga varios meses atrás, y su sosegada desesperación se había extendido a los fines de semana. Aquel domingo por la mañana, mientras bebía una taza de café y miraba por la ventana de la cocina, ella vio cómo su esposo esquivaba la desdicha. Primero lavó el automóvil; luego lo lustró; más tarde lo volvió a lustrar, vaya a saber por qué. Durante toda la mañana, fue innumerables veces a comprar más productos para lavar y lustrar el automóvil. Como si esto fuera poco, por la tarde acosó a la computadora descargando sobre la pantalla miles de palabras; sin embargo, la ansiedad se resistía a abandonarlo.

No hay manera de escapar a esta angustia profunda que sobreviene en los hombres de mediana edad y provoca conflictos en la pareja. Ellos no eligen el momento; el momento los elige a ellos. "Estamos cambiando, debemos cambiar, y no podemos evitarlo, como las hojas no pueden evitar ponerse amarillas y caer de los árboles en otoño", escribió D.H. Lawrence de su propia experiencia. Cuando las hojas caen y las ramas quedan al desnudo (las huellas de la vida de un hombre: su infancia, sus amigos, su trabajo, sus hijos, su lujuria, las coas y los seres que ama u odia), él puede distinguir con claridad las grietas en el tronco, los lugares donde sus sueños dejaron de crecer.

Mi amiga sabía que ella era parte del problema de su marido. Después de examinar sus propias necesidades, descubrió lo infeliz que se sentía viviendo al margen de su vida, recibiendo sólo su energía remanente en los intervalos que a él le dejaba su obsesión por trabajar. Cuando le pidió que dedicara más tiempo para estar con su familia y para pensar en ella, él le contestó que tenía "demasiadas pretensiones".

Entonces resolvió no ser tan exigente y postergó su crecimiento personal, pero sólo por un tiempo. No quería estancarse, se negaba a quedar relegada, todos sus genes la llevaban a buscar más espacio y libertad. En el silencio de ese fin de semana, supo que su esposo pensaba en lo sencilla que sería la vida con una mujer menos pretensiosa: a la presión del "¡yo quiero!" se le sumaba la de "¡ella quiere!" De todos modos, ella expresó sus necesidades, aunque el momento no fuese el oportuno.

Cualesquiera que fueran los cambios que él estuviera experimentando, ella pensaba que se trataba de la vida de él, y en consecuencia la decisión debía tomarla él mismo. A ella lo único que le cabía era esperar y ver... pero justamente esperar era lo que más le costaba. Algunas de sus amigas, que ya habían tenido que compartir esta crisis con sus compañeros, le aconsejaron que se mantuviera a distancia, ya que un hombre que descubre ciertas verdades sobre sí mismo se siente malamente herido. Yo le recordé que la verdad nos libera, pero primero nos causa mucha desgracia.

El dolor de un ser querido puede ser contagioso, en especial para una mujer que tiende a acercarse al sufrimiento ajeno. Esta actitud quizás resulte romántica o la haga sentir una fiel compañera, pero en definitiva en inútil. En algunos pueblos primitivos, el padre de un bebé que está a punto de nacer se recuesta en su propia cama como si fuera a parir él en lugar de su mujer (la "couvade"). De la misma manera, una esposa comprensiva puede pronunciar, gritar o vociferar lo que piensa de la depresión de su esposo, pero no puede darle la solución a su desasosiego: ella no puede parir por él. Tampoco es su hijito. Hoy en día, el rol de padre-parturiento de la "couvade" sería calificado como un caso extremo de "codependencia" y se aconsejaría seguir un "tratamiento de doce etapas", como para otros casos similares. Sin embargo, hasta los hombres más rudimentarios saben que no pueden tener bebés, mientras que las mujeres civilizadas sólo ahora están descubriendo que unirse a la depresión de un hombre no sólo resulta vano, sino que también podría ser contraproducente.

En una persona sana, la depresión indica que "algo anda mal"; es una sensación de malestar que finalmente puede conducir a un cambio positivo. Una depresión saludable requiere habilidad y perseverancia e implica una lucha contra el escepticismo, la desesperanza y la desesperación. Como las mujeres tenemos más experiencia en lo que a depresión se refiere (los estudios indican que las mujeres sufren este mal de cuatro a seis veces más que los hombres), creemos que sabemos lo que sienten los hombres, que podemos ayudarlos a sobrellevar la crisis. Pero no sabemos ni podemos.

Por ejemplo, mi amiga terminó por reconocer que ella no podía convertirse en analista de su esposo: "Por un lado, necesito desesperadamente ser objetiva. Por el otro, él ya no puede escucharme". Durante el período depresivo, la comunicación se obstruye y los mensajes importantes no llegan a destino, en especial los que provienen de las mujeres. En la novela de Bellow, las vías de comunicación entre Eugene y Lily Henderson estaban tan obturadas que él interpretaba las palabras de consuelo de su esposa como críticas. "Siempre me sermoneaba con frases del estilo 'uno debería vivir para esto y no para aquello', 'el bien en vez del mal', 'la vida y no la muerte'", se quejaba Henderson. Finalmente, él la abandonó.

Cuando le hablé por teléfono, mi amiga admitió que su esposo la había puesto en su sitio. "Le paga al analista 75 dólares por hora para que le diga las mismas cosas acerca de su personalidad que yo le estoy repitiendo desde hace veinte años. Pero no puedo convertirme en su analista ni en su madre. No si me preocupa mi vida sexual. Las mujeres no hacemos el amor con nuestros hijos", concluyó mi amiga con un suspiro, transmitiéndome su tremenda frustración por teléfono.

Cuando una mujer apasionada se enfrenta al dolor de otro y es incapaz de aliviarlo, debe olvidarse de lo que ella misma siente y obsequiar algo de su propia humanidad. Algunas mujeres acostumbradas a ofrecer su cariño ilimitado hallan la fortaleza para seguir cuidando de los demás: la Madre Teresa de Calcuta, Lily Henderson, aquellas que nunca se cansan de asistir a los que sufren. Mi amiga y yo nos parecemos más a Mary McCarthy: "Podría suceder que una persona que amas agote tu capacidad de sufrimiento", escribió en su autobiografía.

A pesar de que mi amiga sintió profundamente los veinte metros que la separaban del sillón donde dormía su esposo esa noche, comprendió que la distancia se extendería aún más antes de que la crisis llegara a su fin. La angustia de Henderson lo llevó de su cómoda casa en Nueva York a la selva africana, donde al fin lo abandonó, dejándolo semidesnudo y temblando de fiebre. ¿No podía haberse encontrado a sí mismo de una forma más digna? ¿No podía haber hallado las respuestas a "¿Quién soy?" y "¿Qué quiero?" sin necesidad de despojarse hasta de sus ropas?

Henderson sostenía que "el sufrimiento es demasiado malo, pero es lo único que despierta el sueño del espíritu", y continuaba: "Hay antiguos rumores de que el amor también es efectivo". Yo sospecho que el amor posee el poder de transformar a un hombre sólo en las primeras etapas de la pasión, las románticas. Una vez establecidos los vínculos amistosos que conforman una relación duradera, esa influencia desaparece. La tarea más difícil que mi amiga tuvo que llevar a cabo el domingo por la tarde fue recordar que el camino hacia el cambio lo debe escoger la persona que lo necesita, y que si el sufrimiento es el camino más directo, esa decisión debe respetarse y no tomarse como una afrenta personal.

El personaje de Saul Bellow halla la manera de aliviar su angustia en su relación con los demás: "Oí una voz que me decía: 'él quiere, ella quiere, ellos quieren'". Hasta que no estuvo solo y afiebrado en el ¦frica, a miles de kilómetros de su hogar, no comprendió que "uno debería vivir para esto y no para aquello", que es preferible "el bien en vez del mal", que hay que optar "por la vida y no por la muerte". Qué ironía: su sufrimiento le dejó las mismas enseñanzas que Lily había tratado de transmitirle el día anterior a su partida.

Aunque mi amiga sabía que nada podía hacer, la ponía nerviosa pensar que quizás aquel hombre que arremetía contra las teclas de su computadora tuviera que viajar miles de kilómetros para encontrar el amor que estaba a unos metros de él.

Fuente:

Revista Uno Mismo, Vol. III, No. 11

 


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